Su nombre era María.
Se sentaba en la esquina de una iglesia, bajo sombras de ladrillos que al sobresalir la escondían del sol y de su cara misma.
No me tomo más que segundos sentirme atraída a ella, en sus ojos había tanta belleza.
Pude ver en ellos el desprecio de quienes la han mirado sin piedad y la tristeza que solo un alma que ha sido rota posee.
En las manos de María había una súplica, dirigida a quien quisiera escuchar o dar.
Primero le extendí mi mano, pero inevitablemente, luego extendí mi corazón.
Y es que a veces vemos lo que se nos muestra porque es más fácil entender sonrisas simples que soledad compleja.
María no sentía la necesidad de pretender, me dejo en silencio observar las múltiples capas de su ser.
Por segundos sentí que al verla, veía la infinidad de lo que no comprendo. Llenó ella en minutos rincones perdidos en mi ser, me ayudó a apreciar la belleza que existe en su vida, el gozo que posee su alma y la tristeza de su existir.
No podía irme sin decirle cuan inmóvil me sentía en su presencia, cuánto valor ella tiene aún cuando lo que tiran son monedas. Me fui de esas escaleras creyendo que nuestro encuentro no fue casualidad, su sonrisa al despedirnos cambio la mía por siempre.